Aquél que sienta la necesidad de trabajar para el bien de la
humanidad que no se pregunte si va a tener éxito o si va a fracasar,
porque esta pregunta introduce en él una indecisión, una duda que lo
frena en su impulso. Debe trabajar, eso es todo. La historia de los
pueblos nos enseña que no podemos juzgar el valor de los seres tomando
como único criterio sus éxitos o sus fracasos. Aquéllos que triunfaron
no son necesariamente los más grandes, y los que fracasaron no son
tampoco de menor elevación. Su ejemplo alimentó el impulso de una
multitud de otros seres, fueron como una semilla, una levadura; un día,
alcanzarán la meta y mejor aún de lo que esperaban.
Cada criatura viene a la tierra con una misión determinada y, a
menudo, aquéllos a quienes se han encargado las misiones más grandiosas
están destinados a fracasar, al menos en apariencia. Pero han preparado
el terreno – y eso es lo más difícil – para otros que, beneficiándose de
sus esfuerzos, triunfarán. Por eso los que obtienen los éxitos deben
pensar con gratitud en todos los hombres y mujeres que, antes que ellos,
trabajaron para que estos éxitos fuesen posibles. Estos hombres y estas
mujeres hicieron sacrificios, a veces incluso fueron víctimas, pero
puede que vuelvan en otra vida para recoger el fruto de su trabajo.
Es bueno que el que ha obrado mal reconozca su falta y se arrepienta,
pero eso no basta. Aunque los remordimientos y las lágrimas que los
acompañan sean a veces una especie de purificación, para ser perdonados
hay que reparar.
Habéis hecho daño a alguien y vais a pedirle disculpas. Si las
acepta, está muy bien, pero os queda por reparar los perjuicios
causados: sólo entonces quedaréis liberados. Decir al que habéis
perjudicado: «Estoy desolado, perdóneme…» no basta, y la ley divina os
va a perseguir hasta que hayáis reparado el mal que habéis hecho.
Diréis: «¡Pero la persona perjudicada me ha perdonado!» No, la cuestión
no se resuelve tan fácilmente, porque la persona es una cosa y la ley es
otra. La persona os ha perdonado, desde luego, pero la ley, la ley
divina no os perdona, persigue hasta que hayáis reparado. Evidentemente,
el que perdona da pruebas de nobleza, de generosidad. Pero el perdón no
resuelve la cuestión: el perdón libera a las víctimas, a aquéllos que
han sido maltratados, perjudicados, pero no libera a los culpables. Para
liberarse, el culpable debe reparar.
Para que el gozo no os abandone, esforzaos por elevaros lo más a
menudo posible hasta las regiones del alma y del espíritu. Sólo el alma y
el espíritu tienen el poder de haceros vivir en el espacio infinito y
en la eternidad. Entonces, aunque os sacuda alguna desgracia, aunque
sufráis, seguiréis sintiendo el gozo.
El sufrimiento y el gozo… Diréis que no es posible vivir a la vez dos
estados tan contradictorios. Sí, es posible. ¿Por qué? Porque estamos
hechos de dos naturalezas: una naturaleza puramente humana, que es
débil, vulnerable, y que siente siempre de forma dolorosa la menor
contrariedad, el menor obstáculo, la menor pérdida; y otra naturaleza
superior a la que ningún mal puede alcanzar, porque vive en una eterna
luz, en una eterna felicidad. Si aprendéis a observar todo lo que os
sucede desde el punto de vista de vuestra naturaleza superior, acabaréis
descubriendo incluso que la tristeza y la pena, son una especie de limo
fértil con el que pueden alimentarse para desarrollarse los árboles y
las flores de vuestro jardín interior.
Liberados de las tareas materiales más penosas, gracias al invento de
máquinas y de aparatos cada vez más perfeccionados, los humanos
deberían tener todas las condiciones para su desarrollo. En vez de esto,
vemos cómo se desviven, se agotan como si se creyesen obligados a
adoptar el mismo ritmo que sus máquinas. Es necesario para la economía
del país, según dicen… Y así es cómo la economía prospera, mientras que
ellos se van a los hospitales y a los cementerios.
Que dejen las máquinas funcionar, pero ellos que aprendan a
detenerse
para recargarse con energías puras. Sí, de vez en cuando, a lo largo
del día, hay que pensar en hacer una pausa, dejar de moverse, de hablar e
incluso de pensar. Si no, es cómo si dejásemos abiertos todos los
grifos del agua, del gas y de la electricidad: pronto ya no quedaría
nada, toda la energía se habría ido, los depósitos se vaciarían. La
inmovilidad y el silencio sirven para llenar los depósitos. Así que, en
cuanto podáis, deteneos, cerrad los ojos, haced el silencio en vosotros y
conectaos con las fuentes de la vida y de la luz. Os sentiréis
regenerados, física y psíquicamente, y podréis volver al trabajo
fácilmente.
Omraam Mikhaël Aïvanhov
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